El arca de Ben es una novela de ficción; narra acontecimientos futuros, inmediatos pero futuros, y por lo tanto necesariamente ficticios. Es ciencia ficción porque se fundamenta y se desarrolla sobre la idea de que la ciencia está al borde de la revelación de un nuevo marco de referencia que va a cambiar la percepción misma de la realidad. Un cambio de tal magnitud que nos va a dar la oportunidad de rehacer la historia y alcanzar un nuevo estadio de madurez ética, y nos permitirá separarnos un eslabón más de nuestras ancestrales raíces y mirar más allá, por primera vez, de la cuna, gentil y hostil a la vez, que es nuestro planeta madre.
Todo en el Arca de Ben es ficción. Los personajes, los lugares y los acontecimientos son imaginarios. Se toman prestados con cierta condescendencia nombres y fechas reales para trazar una particular e interesada recreación de las próximas décadas en una secuencia de sucesos tan ficticios como plausibles. La letra no será la misma, pero la melodía no será muy diferente. No tiene por qué pasar mañana, o a lo mejor sí.
De alguna manera es también una reflexión sociológica, aunque nunca política, porque especula con los cambios sin precedentes que ésta próxima revolución científica va a desencadenar en un conglomerado social que vive enroscado y aprisionado en sus inmemoriales contradicciones. Y también sería una novela de socio ficción, si existiera el término, porque este anunciado salto en el pensamiento científico es el punto de apoyo de una palanca imaginaria que se utiliza para proyectar las formas de una luminosa y evolucionada sociedad post neolítica.
Pero más importante, creo yo, es que es un viaje existencial, una introspección panorámica sobre la formación del estado de pensamiento —la consciencia—. No tanto como un algo etéreo del individuo, una vocecilla incesante en algún rincón inasible envuelto en velos mágicos o en fríos muros, si no como el punto de partida en una espiral sin límites definidos que recorre el peregrino camino de la vida hasta llegar, final y principio, al universo del que es parte. En el fondo, si te preguntas una y otra vez por qué, tarde o temprano tienes que llegar al universo.
¿Utopía? Estamos tan acostumbrados a un subjetivismo tan radical que nos cuesta establecer una referencia en la que no nos encontremos —siempre— en el centro perfecto del mundo y de la historia. Es posible que sea una estratagema biológica de supervivencia, un ardid que nos deja más satisfechos, y en ese sentido loable; pero como decálogo social es una fuente inagotable de retóricas perversas que persiguen crear un colorido laberinto donde escamotear sus propias e inevitables contradicciones. Sencillamente no existe un orden social que no sienta la tentación de definirse a sí mismo como bueno por naturaleza o en alguno de sus progresivos y condescendientes matices. Podemos cambiar bueno por el mejor posible, y el resultado sigue invariable. Y si hace falta, aceptamos que resulte ser el menos malo, pero nunca menos. El mejor posible, el mejor de los mundos posibles, es un término intermedio que resulta suficientemente elocuente. ‘Menos malo’ incluye un nada deseable aire peyorativo, y ‘bueno’, bueno por naturaleza sin especificar más, puede resultar excesivamente pueril para una supuesta sociedad relativamente avanzada. Los ciudadanos del principio del siglo XXI ya saben que las alternativas al bueno, al mejor posible o al menos malo, son mucho peores. Y concedemos.
Pero, por un momento, sería conveniente ser capaces de desprenderse de ese imperativo social que fomenta un incorregible narcisismo complaciente y simplón por el cual tenemos que situar, casualmente, a ese mismo orden social en su autoproclamado apogeo permanente. Hoy, no estamos hablando de utopía, estamos hablando de evolución.
Aunque continuamente nos vemos deslumbrados por los éxitos tecnológicos, el alcance de una civilización está condicionado por su entendimiento de la realidad física. No tenemos que dejarnos intimidar por nuestra diminuta escala que apenas nos deja ver lo que tenemos alrededor, ni tampoco dejarnos arrastrar por los ecos soberbios de nuestra ancestral vanidad que nos invita a situarnos siempre en la cima del conocimiento. Estamos en un peldaño de una escalera con muchos más escalones delante que los pocos que hemos dejado atrás. La forma de avanzar en el conocimiento de la realidad física es el método científico.
Ese es el punto de partida: la percepción que tenemos de la realidad física va a cambiar. Será un paso más, pero no cualquiera, en el entendimiento del universo. Será un cambio de tal magnitud que nos dará la oportunidad como especie de rehacer la historia y alcanzar un nuevo estadio de madurez ética. Y va a ocurrir muy pronto.
Ilena —el ángel de la física— es el crisol donde se funde el conocimiento acumulado y la fuerza creadora del genio. Ilena se sentó a hablar con el universo y el universo le contestó. Ella estableció los principios de un nuevo marco de entendimiento que permitían poner orden y visualizar con claridad la realidad física que estaba detrás de un muro de energía y complejidad que resultaba infranqueable. Hasta ese momento no podíamos ver—ni siquiera imaginar— lo que nos estaba esperando.
Hace tiempo que aprendimos que nuestro mundo real, el mundo de nuestra escala, está construido con moléculas, y éstas de átomos y núcleos: los ladrillos de nuestro universo. Pero cuando nos dispusimos a averiguar de qué estaban construidos estos pequeños ladrillos, nos asomamos al mundo cuántico y descubrimos un mundo completamente diferente a todo lo que conocíamos. Efectivamente allí se fraguaban nuestras partículas, pero siguiendo unas reglas que se antojaban incomprensibles y tremendamente paradójicas. Tácitamente seguíamos pensando que el objetivo de ese galimatías era la construcción de nuestro mundo, el mundo real, y que, aunque raros —muy raros— aquellos eran solo los extraños componentes de nuestros pequeños ladrillos.
Nos hemos pasado años buscando los pequeños ladrillos de los que suponíamos que estaría hecha la realidad física que conocemos y cuando los hemos encontrado ha resultado que no eran los sólidos ladrillitos que esperábamos. En cambio, hemos descubierto que son la ventana a un océano —la nube cuántica— que lo inunda todo y que, entre otras cosas, forma los hilos con los que se teje la materia y la radiación de la realidad que percibimos a nuestra escala.
Ilena le dio la vuelta al cuadro. El mundo cuántico no existe para construir las partículas de lo que llamamos nuestro mundo real; el mundo real es el mundo cuántico y nuestro mundo es una consecuencia de su comportamiento. Lo que llamamos nuestro mundo real es una sombra del mundo cuántico, la punta visible de un iceberg del que su mayor parte permanece oculto. Las leyes físicas que observamos en el universo de nuestra escala son consecuencia, y una visión parcial, de las leyes físicas —las leyes de la naturaleza— de la escala cuántica.
Curiosamente lo que consideramos más real es justo lo que no vemos. Por esa razón la ciencia necesita crear marcos, sucesivas reconstrucciones simplificadas que reflejan una realidad más profunda que la anterior. Cada marco abre la puerta a un nuevo escenario, a una forma de pensar cualitativamente más poderosa porque es un paso más precisa, más coherente. En definitiva, más real porque refleja mejor la realidad. La teoría de la nube cuántica de Ilena revela una visión más completa de la naturaleza donde las teorías clásicas encajan como una sombra de la nueva realidad. Toda la realidad física tiene el mismo fundamento físico: la nube cuántica. Y la biología, la vida, la vida inteligente y la vida consciente no son una excepción. Son parte de la misma realidad.
La ciencia no es de los científicos, de la misma manera que la música no es de los músicos. Filosofía y ciencia no son excluyentes, son especializaciones del pensamiento sistemático. Es cierto que cuando siglos atrás la física tuvo un desarrollo tan impresionante, el término filosofía natural —el antiguo nombre de la física— se prestaba a confusión. Ciencia física resultaba más preciso, evocaba con más acierto su noble y elevada naturaleza de laboratorio y precisión matemática. Con Ilena vamos a romper la barrera que nos hemos creado artificialmente entre ciencia y filosofía, y en general entre ciencia y pensamiento racional. Vamos a ver a nuestra física como el lenguaje para hablar con el universo, un lenguaje de palabras, no de fórmulas. La física se expresa matemáticamente o no es física, pero la filosofía de la física es un paseo maravilloso que podemos dar cualquiera de nosotros.
El entendimiento de la nube cuántica abre las puertas a un nuevo mundo porque el nivel de energía y complejidad que se comienza a dominar es de naturaleza estelar. El nuevo mundo significa el acceso a la energía —a la complejidad— de todo el sistema solar, no solo a su radiación. El resultado es una visión global de todos los ingredientes de la realidad física: la de nuestra escala con sus fermiones y bosones —materia y radiación—, y la del magma cuántico, formado por innumerables partículas con propiedades tan distintas. Es el verdadero sistema solar o, por lo menos, es una visión más precisa y coherente. Es una dimensión distinta, otra escala. Podremos disponer de esa energía y generar gravedad, radiación y materia. Eso significa que vamos a ser la primera especie que no necesitará la radiación del Sol para vivir, porque podremos crear un sol en cualquier lugar. Tampoco necesitaremos un planeta que nos dé cobijo, porque podremos crear biosferas donde queramos. Vamos a ser criaturas solares. El sistema solar es nuestro hogar. Y será nuestro jardín, porque —como comprobaréis— podremos desplazarnos de un sitio a otro con la misma facilidad que lo hacemos aquí para ir de una ciudad a otra. Y podremos crear nuestros hábitats con la misma facilidad con la que ahora construimos una cabaña en el jardín de casa. Estamos hablando de algo más trascendental que descubrir un nuevo mundo: estamos hablando de la oportunidad de crear un nuevo mundo… o muchos. Y esto es solo el principio.
Si Ilena representa el fruto perfecto de la humanidad, Ben representa al racionalismo y a la bondad —la bondad entendida como compromiso ético—. Es biólogo —aunque él prefiere considerarse un lingüista— y ha estado involucrado en el desarrollo de los sistemas de inteligencia aplicada más avanzados del SMB —el centro neurálgico del racionalismo—. Es una mente despierta que busca las explicaciones que la biología no puede dar. Siempre le ha fascinado el secreto de la evolución, la escurridiza y misteriosa fuerza que empuja a los seres vivos a desarrollar una auto complejidad que conduce a la consciencia y al conocimiento del universo que los ha creado. En el fondo siempre ha pensado que el universo crea seres conscientes porque él mismo es una forma de consciencia.
El conocimiento es la propia naturaleza, no lo que nosotros entendemos, o vamos entendiendo de ella. La consciencia es la solución que ha encontrado la naturaleza con el propósito de dirigir la evolución hacia un paradigma más eficiente. El rumbo de la evolución dio un giro inesperado. El paradigma evolutivo basado en una feroz lucha por la supervivencia dejó un resquicio por el que se abrieron paso los ojos amorosos y confiados de un cachorro mirando a su madre, que le devolvía la mirada cautivada. Un principio de altruismo, de confianza, de simbiosis inteligente.
La consciencia, igual que la inteligencia, es una evolución de los sistemas nerviosos. Cuando la consciencia —entendida como el tercer nivel de auto regulación— se abre paso entre las fuerzas más primitivas, comprobamos que el individuo y la especie dedican progresivamente más esfuerzos al entendimiento del entorno, de la naturaleza, y en última instancia del universo. En este nivel de consciencia el individuo no exporta su ego, se ve a sí mismo como parte del universo que trata de entender. Ese nuevo nivel de consciencia representa un cambio en el paradigma evolutivo basado en el azar y la adaptación a un medio hostil. De entre las implacables leyes de supervivencia y selección natural que fomentan una competencia despiadada para estimular el proceso evolutivo, se abre paso un modelo de evolución orientado a la optimización coral. La naturaleza requiere un nivel de eficiencia mayor del que consigue recompensando solo la capacidad de adaptación del más fuerte. La propia naturaleza ha buscado la forma de premiar el sentido de consciencia universal frente al instinto de supervivencia primario, de favorecer la simbiosis frente a la lucha, y de impulsar la inteligencia frente a la fuerza. La forma que parece haber encontrado para adaptar sus propias leyes es crear especies conscientes. Nuestra contribución, si ese es nuestro papel, no es enmendar la evolución, es acelerarla hacia su siguiente nivel de consciencia. Nuestra consciencia es un progreso evolutivo. Ahora tenemos que ser merecedores de portar la antorcha del nuevo paradigma de la evolución y dejar atrás definitivamente la feroz y ciega lucha por la supervivencia egoísta para avanzar hacia un mundo gobernado por una inteligencia asociativa: una inteligencia capaz de encontrar la armonía en la simbiosis y la cooperación. Sencillamente —como parece que la propia naturaleza ya sabe— porque el paradigma del desarrollo evolutivo como una competición deja de ser eficiente para los retos o para el destino a los que debe hacer frente. Retos letales como una catástrofe planetaria que de forma natural y previsible ocurrirá tarde o temprano, o la propia auto destrucción causada por una especie ponzoñosa, evento que no es descartable incluso a corto plazo. Y también para hacer frente a destinos egregios como superar los desafíos y continuar descubriendo el universo.
Cuando Ilena le mostró el mundo como ella lo veía, Ben no tuvo ninguna duda de que las leyes de la nube cuántica eran el siguiente paso en el entendimiento del universo. La visión del sistema solar como una nube cuántica es un marco de pensamiento más completo y ordenado de la naturaleza. Éramos nosotros los que mirábamos el cuadro boca abajo. En la nube cuántica no residen las piezas de las que está hecho nuestro mundo real, allí se fraguan, y allí nacen las leyes de la naturaleza que antes solo veíamos parcialmente. Toda la realidad física tiene el mismo fundamento físico: la nube cuántica. Y la biología, la vida, la vida inteligente, y la vida consciente, son parte de esa misma realidad.
El libro trata de esa evolución de la física, la biología, la vida, la vida inteligente, y la vida consciente. Pero eso se lo vamos a dejar al libro.
La ambientación en la segunda mitad del Siglo 21 no es casualidad. Puede parecer demasiado cercano, pero no es cuestión de más o menos tiempo, sino de cuando se produce el siguiente salto. Y puede ser en cualquier momento, siempre que estemos preparados y no resultemos nuevamente devorados por el corrosivo y beligerante ego animal que domina nuestra sociedad. ¿Cuántas Ilenas habrán nacido en el lugar equivocado? Una sociedad racional protege a sus ángeles, una sociedad bárbara los destruye, y una sociedad ignorante, sencillamente, no los descubre. La descripción de esa sociedad —nuestra sociedad— con sus contradicciones y turbulencias también se las vamos a dejar al libro, aunque solo aparecerán como un eco.
Nuestra historia comienza en San Joao, una pequeña isla en el centro del mundo, y nos lleva a los centros estelares de la ciencia y la tecnología que se adelantaron a su tiempo: el complejo educativo industrial del HEIT y la ciudad-estado del SMB. San Joao y el SMB son dos formas de entender la simbiosis y la optimización coral, que, también, representan la dualidad entre el racionalismo y el animismo del alma humana.
San Joao representa el paraíso natural. Los isleños tienen su manera de entender la vida. Forman una comunidad rural apacible con un orden social sólido y sostenible firmemente cimentado en sus tradiciones y en su profundo sentimiento animista. Han desarrollado de forma natural el pensamiento y la consciencia colectiva que los demás buscamos con tanto esfuerzo. Entienden la optimización coral sin necesidad de explicaciones ni cálculos. En su concepción no hay diferencia entre el anhelo personal y el de la comunidad, aborrecen visceralmente el engaño, y comparten espontáneamente un fraternal espíritu de confianza y cooperación. Su organización social es una forma peculiar de aptocracia colaborativa que les permite disfrutar lo que más aprecian: una vida sencilla. Ellos han encontrado su paraíso y nosotros tenemos mucho que aprender de ellos.
El SMB, fue el deslumbrante buque insignia de un modelo social revolucionario que se adelantó audaz y felizmente a su tiempo. Una urbe totalmente autosuficiente, minuciosamente diseñada, y dotada de los sistemas y la tecnología más vanguardista. El SMB fue la primera ciudad del futuro: íntegramente automatizada, estéticamente impecable y funcionalmente perfecta. Los nuevos materiales que sustituían al hormigón, al acero y al cristal se combinaban con cuidados jardines en los que serpenteaban caminos de tierra entre bancos de madera y fuentes de piedra. Un ambiente exquisitamente cuidado y acogedor, de aire limpio, sin ruidos, seguro y confortable. Un buen lugar donde vivir y trabajar.
El SMB pretendía adelantarse a lo que los ideólogos del racionalismo humanista aventuraban como unos retos sin precedentes. Para los racionalistas la vieja sociedad estaba condenada a un colapso catastrófico, sus cimientos se hundían porque no aguantaban su propia carga. Ahogada en sus contradicciones, la tibia y prorrogada decadencia no podía dar más de sí. Era sencillo de expresar: renacer o morir.
El renacimiento solo podía empezar con la renovación completa de los fundamentos éticos: el ideario por el que se orientan los individuos y se rige la colectividad. Los racionalistas necesitaban demostrar que había otras formas de pensar, otros marcos mentales culturales y sociológicos capaces de proyectarse positivamente sobre el futuro. Necesitaban una nueva mentalidad que asumiera la incertidumbre como una expresión de vigor e hiciera del cambio y de la anticipación inteligente la rutina esencial de su vida.
El racionalismo humanista fue —fue, desde el punto de vista del libro— un movimiento inspirado en el pensamiento científico dirigido por militares y científicos que aborrecían la guerra y las sociedades retrógradas y mercantilizadas. Sus adversarios lo consideraron una utopía irrealizable, y sin embargo construyeron la mayor y más avanzada organización del planeta. A su alrededor floreció una rica vida social y cultural.
El racionalismo humanista es un código ético universal, basado en unos mismos principios éticos individuales y colectivos, que busca la armonía en la optimización coral de una comunidad. El código ético del racionalismo humanista es un decálogo positivo y virtuoso. Es positivo porque ha sabido encontrar en el sentido racional la base de la convivencia y de la evolución social. Y es un pensamiento virtuoso porque establece como principio de cohesión una misma ética individual y colectiva.
La verdadera riqueza es la optimización del bienestar de todos. Se fundamenta en la responsabilidad individual y en una visión coral compartida. Se consigue ayudándose de programas eficientes y de un sistema de asistencia personalizado. El ochenta por ciento de la energía social —de la capacidad de una sociedad para desarrollarse— se pierde en rozamientos estériles, servidumbres y miedos. Si eliminamos estas fricciones innecesarias y auto infligidas, la misma sociedad puede ser cuatro veces más productiva, más eficiente y, a lo mejor, sencillamente feliz. Al liberar a nuestras gentes de los viejos condicionantes sociales y darles la libertad de construir su propio esquema social esperamos estar creando las condiciones favorables para que germine lo mejor del ser humano. Esperamos que florezcan los valores y los anhelos más profundos de la mente racional, las semillas adormecidas que encierra el alma humana esperando el calor y la lluvia que las permitan madurar. Esperamos distinguir qué entramados sociales son en realidad escondidas ataduras de una perversa herencia milenaria de sociedades aferradas a sus rudimentarias, pero implacables, raíces neolíticas de dominación social. Tenemos la oportunidad de empezar de nuevo. De averiguar cuál debe ser el verdadero sentido de la familia una vez despojada de sus raíces feudales en un mundo sin patricios ni plebeyos que perpetuar. De averiguar cuál es el sentido de los clanes sin vecinos de los que defenderse o a los que atacar, o el sentido de los gremios, los sindicatos, las bandas, los feudos o las empresas, si no está en juego la supervivencia, la servidumbre, la riqueza o el poder. Esperamos que las nuevas generaciones sepan encontrar el valor de la amistad, del compañerismo y del amor, igual que esperamos que sepan encontrar el valor de la ciencia y del pensamiento racional.
Para el racionalismo humanista la libertad individual es un principio sagrado e inseparable de la visión coral. No es una frase retórica bien intencionada, responde a una profunda necesidad antropológica, a una característica intrínseca de la mente racional. El conocimiento científico se crea y se comparte de forma coral. La ciencia no se transfiere genéticamente, transmitirlo forma parte del mis-mo esfuerzo racional. Cuando un individuo capta la belleza y la armonía en la siempre inacabada sinfonía del conocimiento, es capaz de sentir una fracción de la partitura que falta. Pero es una capacidad frágil, impredecible y muy limitada en cada individuo. Así es la condición humana. Un individuo puede llegar a captar algunas notas y otro otras, sin que podamos anticipar quién o porqué, pero curiosamente, juntas, componen una misma melodía. Eso es la visión coral. Y por eso es tan importante contar con personas que de forma natural sienten la visión coral y aspiran a compartir una misma ética individual y colectiva.
El racionalismo es importante porque las civilizaciones dependen del entendimiento de la realidad, y ese entendimiento depende de aplicar la capacidad racional. Y es más importante todavía, porque es la base de una ética coral. Sin ambas condiciones no se puede dar la evolución en nuestra especie. Y sin evolución seguiremos siendo simios —más o menos sofisticados— que viven a garrotazos, pendientes de su ego animal. Y no es el peor de los escenarios. Pero, además, hay una tercera condición necesaria para nuestra propia evolución: Entender que el universo no es el jardín de la humanidad. El universo no es parte del hombre, el hombre es parte del universo. Nuestra consciencia racional, que nos impulsa a explorar y avanzar en el entendimiento del universo, es solo un obsequio que nos otorga la naturaleza. Nos debemos sentir orgullosos del honor y de la responsabilidad. Pero ser el insigne abanderado de una forma de vida compleja como la del planeta Tierra, no significa ser su dueño. La naturaleza espera que la inteligencia que ha puesto en nuestras manos sirva para avanzar en el camino de la simbiosis de todas sus criaturas, porque todas sus criaturas son parte de la misma consciencia universal. Y en cada criatura hay escritas notas de una partitura que sin ellos nunca llegaríamos a escuchar.
Solo entonces podremos emprender, de verdad, el camino del nuevo mundo. Una vez que hemos encontramos los principios físicos de la nube cuántica, el sistema solar no resulta mucho más grande que un jardín: podemos hablar y vernos instantáneamente, movernos en pocos días de un lugar a otro, y crear biosferas en cualquier lugar de nuestro precioso edén. El sistema solar es nuestro hogar, en su interior estamos amparados en su regazo maternal. Nuestra cuna es la Tierra, pero las leyes de la vida y de la evolución ya estaban escritas en el magma cuántico pre estelar que dio origen al sistema solar. Nosotros somos parte de nuestra nube cuántica.
En ese futuro cercano, el salto en el conocimiento científico abrirá la puerta a una nueva era. La tecnología proveerá energía y recursos abundantes, y una inteligencia colectiva podrá asegurar una administración eficiente y sostenible. Ya no será el feroz mundo de la continua guerra fratricida por la subsistencia o por el bien escaso. La humanidad tendrá la oportunidad de construir una nueva civilización basada en la simbiosis y la armonía. La base ética para asegurar el progreso y la prosperidad del nuevo mundo es el ideario racionalista. El racionalismo es una ética positiva y sencilla, sus principios son fáciles de entender, y resultan atractivos para la mayoría de las personas. El racionalismo habla del valor de la libertad individual y de la armonía coral. Sus objetivos se consiguen compartiendo una misma ética individual y colectiva en comunidades afines suficientemente biodiversificadas. En el nuevo mundo la subsistencia está garantizada, no existe el concepto de riqueza o de poder, y no hay servidumbre ni servilismo. Pero esa misma ética se puede desplegar de maneras diferentes. Ellos, los sunners —los habitantes del sistema solar—, han trasformado el pensamiento científico en una forma de vida. Sin embargo, el racionalismo científico no es la única forma de racionalismo. Usando las palabras de Ilena: El animismo es una forma del pensamiento racional. No es científico, pero es racional.
El nuevo mundo tendrá que hacer frente a retos que no se pueden, o no se deben, anticipar en un prólogo o en una introducción. En ese futuro brillante, la humanidad ha emprendido el camino del racionalismo y se guía por los principios éticos de la optimización coral. Sin embargo, el reto al que se enfrentará es colosal. Sin el desarrollo social, científico y tecnológico de los últimos cincuenta años, sencillamente, todo rastro de vida en el planeta desaparecerá sin siquiera llegar a comprender por qué. Una civilización debe ser consciente de que su supervivencia está condicionada a un inevitable ciclo de catástrofes locales, planetarias y estelares. El tiempo entre catástrofes es el tiempo que tiene para evolucionar o desaparecer. La naturaleza nos estaba advirtiendo: solo la simbiosis coral permitirá afrontar los retos colosales que nos esperan tanto en nuestra cuna planetaria como en las formidables dimensiones de tiempo y espacio de la exploración estelar. No es utopía, es evolución
Y, por supuesto, el libro trata de la vida de sus personajes. Busca conscientemente el paralelismo —como recurso dramático y existencial— entre individuo y civilización, entre gota y océano. En la naturaleza los patrones se repiten y afloran a diferentes escalas. Encontrar patrones está en la esencia del pensamiento racional. Las civilizaciones tienen, necesariamente, un orden de tiempo superior al de los individuos, pero hay una correlación sublime entre individuo y civilización, como la hay entre la parte y el todo. De alguna forma son seres vivos; ambos nacen, se desarrollan y mueren.
La primera parte —hijos de la tierra— representa la infancia y la juventud. Asociamos pubertad con los cambios físicos y sexuales propios de esa edad. Pero el cambio más radical en nuestra especie es que se forma el cerebro lógico, o, mejor dicho, que éste emerge al consciente como parte del ingente trabajo acumulado por el cerebro infantil. Nuestro carácter de animales inteligentes nos predispone a desarrollar una rigurosa visión objetiva del entorno, lo que nos ha ido permitiendo construir herramientas y pensamientos cada vez más sofisticados con las que adentrarnos y enfrentarnos con éxito a escenarios más hostiles y complejos. La infancia guarda una cierta relación con las civilizaciones pre racionales y la pubertad lógica con la eclosión del racionalismo en las sociedades avanzadas.
El libro recorre ese camino a través de tres protagonistas. Ilena nace en un mundo perfecto, Ben en un campo de refugiados y Hellen en las montañas. Los tres tienen orígenes muy distintos y los tres sienten la misma llamada del sentido racional. Tienen algo en común: el racionalismo humanista es universal, es una condición profundamente humana. Los tres se enfrentan al mundo real y al paraíso perdido de su infancia. Y los tres contribuyen al avance del nuevo mundo.
La segunda parte —hijos del sol— representa la madurez, la épica, las grandes aventuras, los descubrimientos. Es el momento de máximo esplendor de los individuos y de las civilizaciones. Los individuos y las civilizaciones jóvenes tienen que probar su fuerza y su destreza, necesitan saber hasta dónde pueden llegar. Con el tiempo los individuos y las civilizaciones alcanzan la madurez y, con la madurez, los logros más importantes de sus vidas, o de su historia. Los logros de Ilena y Ben son, también, los logros —ahora inimaginables— de una nueva y brillante civilización.
La tercera parte, hijos de las estrellas, representa el momento de enfrentarse a la muerte —o a la extinción— y también el renacimiento y la evolución.
Si después de leer el libro crees que trata de la ciencia, de los increíbles avances científicos que nos esperan y de cómo van a cambiar la historia, estaremos de acuerdo. Si después de leerlo, crees que habla de la vida de Ilena y de Ben y de su planteamiento y evolución existencial, también estaremos muy de acuerdo. Si crees que la evolución de la inteligencia nos conduce a la consciencia coral y que es una forma más racional de entender el sentido de la vida, estaremos muy —muy— de acuerdo. Pero si después de leer el libro lo resumes diciendo que habla del susurro del universo, entonces, estaremos totalmente de acuerdo.
más...
Post data
Ilena solía decir que estamos avanzando con dificultad sobre una cuerda floja tratando de mantener el equilibrio entre el animismo y el racionalismo. El universo habla, Ilena le llamaba el susurro del universo. Nosotros somos partes del universo, y lo entendamos o no, lo podemos percibir como un anhelo etéreo, como una marea de fondo que podemos llegar a sentir, pero no tocar. El animismo llama espíritu a lo que no entiende, pero sabe de alguna manera que interviene en la naturaleza y lo acepta sin tratar de entenderlo. La ciencia busca entender lo que no entiende. Y curiosamente, el pensamiento más primitivo y la ciencia más avanzada llegan a coincidir. Vamos a dejar que libro nos explique por qué la ciencia de la nube cuántica descubre esa semejanza, pero, ahora, vamos a seguir el rastro a nuestro pensamiento animista más primitivo.
Si nos preguntamos que hay fuera de esa charca, o planeta, o galaxia, o cúmulo o universo, la respuesta es: no lo sabemos. Pero ¿por qué no le podemos dar un nombre? Y, si no es parte de nuestro mundo conocido, espíritus no es un mal nombre. En el fondo tiene el mismo valor que hablar del vacío.
Los espíritus representan una forma de conocimiento empírico previo al entendimiento racional. Puede resultar paradójico, pero, en realidad, fueron los primeros balbuceos de nuestra especie en la búsqueda de los secretos de la naturaleza. Cuando nuestros antepasados dotaron de propiedades humanas o místicas a un lugar —o a una piedra, o a una planta, o a la lluvia o al sol—, realmente estaban creando una forma arcaica de documentación. Es un método primitivo de asegurarse la transmisión del conocimiento muy anterior al desarrollo de la escritura y de la mente racional. El mito —la humanización o la divinización— son parábolas vistosas, fáciles de recordar, porque recurren a la parte más emocional del ser humano. Y la superstición, aunque es un arma de doble filo, es también un modo de proteger el conocimiento. Realmente no creo que debamos despreciar su contribución, porque, aupados al trono vanidoso de nuestro conocimiento actual, algunas de sus consideraciones —o todas, si lo prefieres— nos resulten manifiestamente erróneas e incluso burdas y groseras. No deja de ser parte del ciclo vital del conocimiento en su sentido más amplio. No es solo el paso previo a nuestro sagrado método científico: es parte de la necesaria e inexorable espiral de alquimia y ciencia, el yin y el yang, la luz y la oscuridad. Por supuesto, es heterodoxo y muy peligroso en las manos equivocadas. El método es nuestra única garantía, pero no hay otra manera de expandir las fronteras que cruzarlas.
Tengo la impresión de que la mayoría de las personas somos mucho más animistas de lo que nos atrevemos a reconocer. No veo que sea un atentado contra la razón si sabemos qué lugar ocupan la ciencia y los mitos. Otra cosa es que, por razones sociales o culturales —seguramente ya no tan ingenuas— exista un interés en imponer o eliminar unos u otros mitos. El pensamiento irracional te puede ayudar a moldear tu pensamiento racional, y cuando vas teniendo evidencias científicas puedes ir descatalogando tus mitos, agradeciéndoles los servicios prestados. Creo que todos estamos recorriendo ese frágil puente entre el animismo y el pensamiento racional. A mí me gusta pensar que estoy más cerca del extremo racional, pero no tengo ninguna intención de desprenderme de mi lado animista.
Muy diferente es que no tengamos una explicación y sintamos la necesidad de satisfacer una petulante y estéril vanidad rellenando con pomposos huecos decorativos el vacío que deja la incapacidad para reconocer la ignorancia. Es un ejercicio de vanidad estéril creer una y otra vez que cada peldaño que subimos es el final de la escalera. Solo hay que aceptar que no es imposible que estemos muy lejos de entender la complejidad del universo. Pero ese mismo universo nos ha otorgado unos medios que son un indicio razonable del sentido de esa misma complejidad, y una clara señal de que espera de nosotros que avancemos en su conocimiento.
Todas las criaturas somos parte de ese universo. Pero nosotros somos criaturas conscientes. El proceso de maduración de la consciencia es en esencia un proceso de reconstrucción mental, un proceso complejo y largo que consiste en la reproducción en el mundo interior —no necesariamente ordenada— de los estímulos sensoriales y de los conocimientos que heredamos y aprendemos. Es un proceso maravilloso, pero frágil, imperfecto y lleno de contradicciones. Debido a diversos factores: a nuestra naturaleza animal, a nuestra fragilidad mental, a nuestra limitada capacidad individual, y a la presión social —que no deja de ser un trenzado de ignorancia e intereses perversos— se crea un tensor adicional, una red de fuerzas que estiran y deforman aún más esa frágil realidad reconstruida, y someten al mundo interior —a la mente consciente— a un estado de neurosis permanente en mayor o menor grado.
De alguna manera el camino de la iluminación —de la percepción del susurro del universo— es realizar el proceso inverso. Consiste en deshacerse de las emociones y las ilusiones envenenadas que aprisionan la mente, y viajar hasta las raíces de nuestra consciencia para reencontrar la conexión con la naturaleza. La idea es que nuestra mente despejada y limpia puede captar sensaciones que son invisibles para la mente saturada de estímulos sensoriales caóticos y divergentes. La mente cristalina se comporta como una antena capaz de polarizar y percibir la sutil información que transmite el universo: El susurro del universo. Como científicos no nos debería resultar extraño, en la naturaleza los patrones se repiten y afloran a diferentes escalas. La iluminación es un estado que permite sintonizar esos patrones que emergen de lo más profundo del universo.
Una vez Ben le preguntó a Ilena:
—¿Quieres decir que el susurro del universo no es de este universo?
Ilena le miró con cariño.
—Solo son palabras, Ben, solo palabras. Si a todo lo que descubrimos le llamamos universo, el susurro será parte del universo. Pero si creemos que lo que está por descubrir es inmensamente más grande que todo lo que sabemos hasta ahora, tampoco hacemos mal en mantener su misterio como muestra de humildad. El susurro nos ha traído hasta aquí.